Revista Internacional de Poesía:
"Poesía de Rosario" Nº 22

Baldomero Fernandez Moreno

                      
      

                La modernidad que no muere

 

         Sometida a los vaivenes implacables del tiempo que trae  “liciones con sus mudanzas” al decir de José Hernández, una obra literaria puede ser sepultada en el olvido para siempre o puede, como en el caso de Góngora, esperar con paciencia algunos siglos para ser justamente reivindicada.

         En el caso de nuestro querible Baldomero Fernández Moreno tal vez no sería prudente esperar tanto, aunque yo no pretenda compararlo con el gran cordobés.         Muerto en 1950, su poesía, presuntamente inmediatista,  podría ser tomada por banal si la lectura actual fuera apresurada o distraída como suele ser costumbre en nuestra crítica.

         Después de una intensa vida sin escándalo, su obra fue consecuente con su poesía y se simbolizó tanto con ella que hizo que Emilio Carilla lo definiera como  “autobiografía lírica”[1].

         Producción “nerviosamente escrita y publicada” según sus propias palabras, iba siendo por su autor “ordenada” temáticamente y corregida cuando lo sorprendió la muerte a mediados de 1950.

         Varias cosas nos llaman la atención en su discurso. La primera es la exactitud total que adquiere en la métrica y una justeza en el manejo del verso y aún de la prosa –menos conocida y editada- que no deja de sorprendernos.      

         Esta advertencia no puede tomarse a la ligera, ya que es cada vez menos frecuente leer en los autores un manejo seguro de la sintaxis española, que no es baladí, aunque resulta obvio remarcarlo.

         A veces hemos pensado qué raro manejo fluía de sus textos donde resulta imposible quitar una como sin que se derrumbe su delicada arquitectura.

         Tempranamente reconocido por sus pares, de costumbres mansas y cordiales, es posible que no haya suscitado sobre sí ninguna atención desmesurada, pero muchos lo reconocieron de este lado y del otro del océano. Banchs nada menos, escribió “es el primero que se para y mira alrededor.

         Muerto Carriego, Fernández Moreno retomó esa cordialidad discursiva que tenía en cuenta lo doméstico extrayéndole, además, un refinado lirismo. Tanto que hasta algo tan poco poético como un tacho de basura podría resultarle, a su espíritu, algo llamativo.

         Desechó casi monótonamente la pirotecnia de los años 20, eludió las modas sin ninguna dificultad y reconoció con apabullante humildad, cuando se le preguntó si era el jefe del sencillismo: “Yo sólo he sido fiel a la exhalación natural de mi ser”; dejando con ello zanjada cualquier actitud que no contemplara su propio proyecto de una escritura sin alardes pero también sin desviaciones.

         Varias cosas hoy puede llamarnos la atención en la obra de este auténtico argentino.

         La primera es su impermeabilidad, la incontaminación que protege a su obra pese  a las conmociones sociales de las que fue contemporáneo. Sólo un par de versos casi desganados se pueden extraer de su profusa obra publicada.

         “Unos son conservadores /los  otros son radicales/Otros son conservadores…¡Oh la lluvia en mis cristales!” (1919).

         De lo cual puede uno imaginarse la prescindencia de las formas políticas o las banderías de su tiempo.

         Esto en cuanto a las marcas externas que pueden aparecer en su poesía, aunque tampoco  se le conoció una militancia activa en política, ni siquiera alguna preferencia, salvo el compromiso con un amigo de un partido provincial que lo incluyó como candidato a senador por Chascomús. Su hijo César lo cuenta: “Por supuesto, perdió la elección: el día del comicio había olvidado repartir las boletas electorales, con su nombre. Allí quedaron cuidadosamente empaquetadas y vírgenes, en un ángulo de su consultorio”.[2]

         La segunda es esa condición innata para dominar nuestro idioma en una versión de exactitud y capacidad expresiva extrema, y todo ello tenido a un gran poder de síntesis.

         ¿Qué leía Baldomero?

         Darío, Machado y con entera seguridad todos los clásicos del Siglo de Oro español. No es improbable que haya desechado muchas de las líneas de la poesía moderna, aunque hay constancia que tenía bien leído a Rimbaud y Baudelaire.

         Es probable que su formación haya sido tradicional, muy española, rasgos de su habla parece que lo hacían muy castizo, pero eso, según Borges, fue su virtud.

         “La falta de tradición le ha servido. Un literato criollo no puede mirar la llanura sin alguna memoria de la época pastoril y de nuestras discordias civiles, sin la presión e interposición de un fantasma: Rosas, López, Soler o el hombre mitológico Martín Fierro. Fernández Moreno, hijo de extranjeros, ha podido mirarla con integridad e inocencia, sin que el pasado enturbie el presente”.

         Muy certero, como siempre, Borges; porque además se justificaría ese fervor casi de escarapela que tenía por lo patriótico (hasta una parte de su obra hay que él llama justamente “Rama patriótica”).

         No solamente era hijo de españoles, sino que él mismo había vivido entre sus 6 y 12 años en Bárcena, la aldea santanderina paterna y habría mamado hasta las leyendas de su “aldea española”. Estuvo justamente en España los años que Pavese considera fundamentales para un poeta: los de la primera infancia. Los años en que todo se marca a fuego en la memoria vivida del niño.

         Por eso resulta notable lo que Borges, afirma “esa inocencia” ese descubrimiento de lo que él llamó en “La patria desconocida”, un ojo nuevo para mirarlo todo, empezando por el nuevo paisaje.

         Se le ha objetado tal vez un excesivo descriptivismo, pero por otro lado esa presunta “objetividad” nunca es neutra, por que lleva implícita una mirada de amorosa comprensión, cuya delicadeza pone a veces de manifiesto en un solo verso, “desvío” de la mirada aparentemente comprometida sólo con lo exterior.

         Si disculpamos esta aparente “ingenuidad” escolática suya, no nos debería llamar la atención que no haya visto el quiebre social que iba carcomiendo y revolucionando las bases sociales que se levantaban a la busca de un mayor equilibrio y una mayor justicia. No tenemos derecho a exigirle una postura que no sintió y debemos ajustarnos a los tópicos que sus textos eligieron, de lo contrario elegiríamos la opción de una lectura interesada.

         Se podrá objetar también que editó demasiados libros  -uno o dos por año a veces-  pero en su descargo diremos que ningún avatar doméstico le fue ajeno, por pequeña cosa que nos parezca.

         Fernández Moreno pertenece a esa estirpe de escritores que ya no existen y que asumían un compromiso de exactitud con el idioma. Que no admite ripios, ni distracciones disfrazadas de la originalidad y de la propia y escondida ignorancia. Y lo digo pensando en aquellos que tanto hicieron por nuestro idioma y parece que se los nombra  -Borges, por ejemplo-  sin leérselos, o se los olvida lisa y llanamente como Gerchunoff, Nalé Roxlo, Mastronardi, Rega Molina, González Carbalho, Rojas Paz, entre otros.

         Hemos escrito anteriormente que tal vez su error fue la incontinencia cuando ella quedaba expuesta en la letra impresa, pero, también diremos que cuando la muerte lo sorprendió –con apenas 62 años- estaba expurgando sus libros y dejando a futuras generaciones lo que él llamó “Obra ordenada”. Pruebas fueron las antologías que editara Espasa Calpe en 1941 (primera versión) hasta llegar la sexta en 1954.

         Criterio discutible éste del “ordenamiento”, ya que altera “el orden” cronológico y “natural” de la obra de un autor. Pero desde que sabemos que de todos los discursos, el escrito es el único pasible de ser enmendado, tachado y aún negado, todo es posible y permitido.

         ¿Quién puede olvidarse de algunas piezas imperecederas que nos regaló su pluma? “Setenta balcones y ninguna flor”, “Octavas reales a Pepito”, o su magistral “Soneto a tus vísceras”  o aquella inmejorable “La vaca muerta”, que comenzaba:

“Lentamente tenía la vaca bermeja…”

         Y se lo criticó desde un iluso y tonto realismo ya que, al parecer, no existen las vacas bermejas.

         Pionero de estas críticas fue un rematador de hacienda de Chascomús, que un diario local publicó por primera vez cuando Fernández Moreno vivía allí

         Las críticas, al parecer, siguieron, hasta que el poeta cedió a la presión del realismo y cambió el adjetivo original por uno que consideró menos irritante a los críticos y puso “Lentamente venía la vaca rosilla” Ganaron los rematadores de hacienda y de la poesía pero yo me sigo quedando con la vaca bermeja.

         Similar polémica rural armó aquel famoso “overo rosao”, que trajo una batahola donde hasta Lugones terció con su sapiencia de ex comarcano de la Villa del Río Seco.

         Pregunto yo: ¿acaso los poetas no tienen la potestad y el permiso de verle peras al olmo?

         Siguiendo con esa línea versal que lo ataba a su circunstancia inmediata, podemos agregar con Borges “más de una vez ha oído Fernández Moreno el reproche de ser un poeta de circunstancias.(…). A ello cabría replicar que la idea de que lo particular no es poético y sí lo indefinido, lo general es inseparablemente prosaico.[3]

         Esta reflexión de Borges debe tomarse en cuenta o sólo porque está en lo correcto, sino por venir de quien viene. ¿Acaso él –Borges- no fue “limpiando” toda su obra de “localismos” y particularidades temáticas o referencias rastreables en el exterior?

         Cierto pudor o diría mejor, cierto prejuicio de nuestras letras alude, de alguna forma, esas particularidades, como si lo indefinido pudiera asegurarnos el viaje intelectual alrededor del mundo civilizado con sus múltiples traducciones y una eternidad asegurada a plazo fijo.

         Nada más provinciano y alejado de la realidad que este pretendido universalismo, como si hubiera una fórmula o un atajo para arribar a las generaciones que vendrán o a las altas cimas de la fama imperecedera.

         Todo lo escrito sirve para dejar la humilde opinión de que, en poesía, ninguna cosa que aparece simple deja de ser el resultado de una minuciosa orfebrería aún a pesar de la propia confesión de un autor como Pedroni: “Sólo yo sé cuánto cuesta ser sencillo”.

         Lo cierto es que al transitar la poesía profusa y aún prolífera que circula por sus versos, estaremos ante una de las voces más auténticas de nuestra lírica.

         Mención aparte merecen sus prosas, que si excluimos sus memorias se reducen sólo a dos pequeños pero magistrales volúmenes  de “impresiones” -de alto contenido poético y de un ejemplar manejo del idioma, con una orfebrería tan delicada que hasta parece imposible un uso tan inmejorable de los adjetivos, la certera puntuación y el uso inimitable de las comas- y un libro de aforismos.[4]

         Dada la desprolijidad de los escritores de Internet, no me parece poco. Al contrario.

        

        

 

 

        

 

 



[1] Carrilla, Emilio “Genio y figura de Baldomero Fernández Moreno”, Bs.As., Eudeba, 1973

[2] Fernández Moreno, César “Introducción a Fernández Moreno”, Bs..As., Emecé, 1956

[3] Borges, José Luis “Veinticinco años después de Las Iniciales del misal”, 1948 (reproducido a manera de prólogo en: Fernández Moreno  “Versos en Negrita”) Bs.As.Deucalión, 1956.

[4] Fernández Moreno, Baldomero “Guía caprichosa de Buenos Aires”, Bs. As. Eudeba. 1956 “Quiosco”, ídem. El Francotirador ediciones, 1995; “La mariposa y la viga” (aforismos), Bs. As. COEPLA.1957

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