Evaristo Carriego
Si bien Borges lo compara a Esteban Echeverría en cuanto éste fue el primer espectador de la pampa, Carriego fue algo más que el primer espectador del arrabal.
Si uno recorre los a veces cursis versos del muchacho de la calle Honduras, no puede ver en ello sino a un hombre enteramente compenetrado con las minucias de la vida del barrio y resaltados allí, de una manera no tan enfática como para llegar a ser falsa, las dolencias simples de la domesticidad que aún no estrenaban las urgencias del siglo veinte.
Creo que el hombre que introdujo la pampa en la literatura argentina lo hizo como un turista, como creo que fue de este país que no llegó a comprender. Porque la “chusma deleznable” que tanto horror le causaba a su afrancesamiento, cantaba en los fogones de las milicias y en las pulperías los “cielitos” que había inventado Hidalgo el que no escatimaba ofensas y provocaciones a los seguidores de la corona española y no era inmune a las bravuconadas de Luis Pérez o el cordobés Hilario Ascasubi.
Hoy, a ochenta años largos de su muerte romántica, como corresponde a un hijo de las musas, podemos decir que Carriego está mucho más vivo en la poesía argentina que el autor de La cautiva.
Ganados tal vez por la simpatía que su ingenuidad poética nos produce, afirmaremos aquello original de Borges, que: “pertenece menos a la poesía que a la historia de la poesía”.
Sin embargo no nos parece poco mérito haber sido contemporáneo de Darío, de su arrollante esplendor, de su gloria que como un meteoro oscurecía todo a su alrededor y haber podido escribir –haber escrito- alguna pieza que eludiera ese influjo, tratando en lo posible de ser fiel a su barrio, “su costurerita” dando el mal paso y no acordarse de la princesita que nadie sabía por qué estaba triste. Pero sí pudo intuir por qué estaba tísica la francesita que “hoy no salió a tomar el sol” del suburbio.
Poco importa si para su más brillante biógrafo y discípulo no haya sido un “hombre de letras para la ejecución cabal de su obra”. Carriego rescató una veta auténtica con su ternura doméstica y sus temas que como se sabe fueron el inagotable venero de todos los poetas del tango.
Creo que no sin cierta injusticia se lo puede recluir en el rincón de los precursores, solamente.
Si bien la poesía no se escribe de muerto ni la conjetura sirve para evaluar una obra no escrita, su extrema juventud al dejar este mundo no fue óbice como para que algunas piezas inolvidables se puedan seguir recordando.
Si a algo debiéramos acudir para corroborar este aserto, podríamos decir con Juan Carlos Ghiano: “De la indiferencia del público se salvan en este siglo dos poetas: Almafuerte y Carriego. El egocentrismo del primero conoció aún en vida homenajes inusitados; la elegante discreción de Carriego se atrevió a solicitar idéntica corroboración para su obra, aunque su reclamo asombrara a los contertulios de café (1).
Por suerte su poesía sigue leyéndose aún a expensas de sus críticos más brillantes y sino pudo conocer en vida esa fama que tanto le preocupó, la posteridad le ha hecho justicia a este entrerriano de célebre apellido, que fue bautizado con lo nombres de Evaristo Francisco Estanislao Carriego, en la ciudad de Paraná donde había nacido el 7 de mayo de 1883.
Este hombre de andar lento, de mirada nostálgica, frecuentó los centros ácratas de su tiempo, escribió en sus revistas y habitó un barrio que otro poeta haría famoso: Palermo.
Borges lo recuerda recitando a sus padres las monocordes estrofas de “El Misionero”- célebre poema de aquel tiempo- de un Almafuerte tan poco ajustado a la visión elegante de la poesía y más cerca del mesianismo pagano que de la veneración de sus pares.
Cuando uno lee los escasos poemas que nos dejó escritos Carriego (o Carrieguito, como le llamaban sus amigos más íntimos) no puede sustraerse a una sutil emoción, a un clima cercano a la humildad que conmueve.
Con su tono protector, de hermano mayor, de hombre definitivamente soltero, pero también definitivamente joven como corresponde a un romántico, él aconsejó a sus hermanas.
Quiso la fama, la buscó sin falsa modestia y seguramente descansa tranquilo porque los años que no siempre pagan con la moneda de la entera justicia le ha deparado al autor de “El casamiento” la gloria y la emoción de numerosos lectores.
(1) “P0esías” de Evaristo Carriego. Prólogo de Juan Carlos Ghiano, Colección Mirasol, Fabril editora, Bs. As. 1964.-