Graciela Cariello
LA MANO DEL ESCRITOR sobre Lluvia de marzo, de Jorge Isaías
Graciela Cariello
Todos los que tenemos manos, y sabemos cómo hacerlo, las usamos, entre otras cosas, para la acción de escribir. Salvo que utilicemos otro método, otra herramienta, por necesidad o sofisticación, como la voz. Digamos, entonces, que lo más frecuente es emplear las manos cuando se trata de escribir.
Podemos apoyar los dedos individualmente sobre las letras de un teclado, real o virtual, y golpear, presionar o tocar, y ver cómo las mismas letras aparecen de modo misterioso en una pantalla o, menos misterioso, sobre un papel, en las antiguas máquinas mecánicas, si alguien aún las conserva y usa. Digo misterioso porque no sé, en general, cómo funcionan las máquinas y ese misterio tiene, sin duda, un significado para la escritura.
Pero no es lo mismo –no digo que sea mejor ni peor- que abrazar con una mano un lápiz o lapicera, posarla sobre un papel y. con un movimiento deslizante y complejo, ir dejando un rastro inmediato de palabras sobre él.
Sé que Jorge es un escritor manual, un amanuense de sí mismo. Sé que sus poemas, como los de muchos de nosotros, son escritos a mano sobre papel, y solo después transcriptos amorosamente por otras manos en la máquina. Podría hacer esto, y tal vez ahora lo haga, él mismo. Pero la primera escritura, supongo, sigue siendo a mano. Y aun si no fuera así, la mano que escribe sigue estando como rastro en sus poemas. En este libro, en particular. al releerlo para esta presentación, lo vi.
En otras lecturas anteriores había percibido sus preguntas y posibles respuestas sobre el sentido. De eso hablé en el prólogo que tuve el honor y el placer de escribir para el libro y que llamé “Aguas que abren”. Hoy quiero hablar de esa figura, la mano del escritor. Y digo que es la mano que escribe a mano porque siempre (o casi siempre, lo veremos) es la mano en singular.
Empecemos por el poema 30. En él, la imagen es explícita. Se trata de “una mano” que realiza acciones. Destaco la palabra una. Marca el número, es solo una de las manos, y también la indeterminación: es una mano cualquiera, de cualquier persona. Esto mismo señala la lista de acciones: hacer música, acariciar, mojarse, posarse sobre un cuerpo erótico, o estrechar otra mano en el saludo amistoso. Acciones vitales, simbólicas, afectivas, amatorias: esa mano es cualquier mano humana, de cualquier ser humano. Diríamos, tal vez, de cualquier ser humano sensible. Pero el final del poema retoma y resume esa lista de acciones en una donde deja de ser una mano cualquiera: es la mano que escribe este poema. La palabra este individualiza y al hacerlo, lee y rescribe todo lo anterior. Y entonces la mano enuncia poéticamente la unicidad del poema. Cada poema es único, y al escribirlo, el poeta resignifica todo lo que hace como ser humano. Pero la mano, el instrumento humano, es la misma. Solo el poema es único.
Recorramos ahora todos los otros poemas que nombran a esa mano.
En el 20, el sujeto del poema, el yo que anuncia en la expresión “mi mano” sitúa en ese lugar, la propia mano, el sonido y el silencio del amor.
En el 26, la mano es imagen parcial de la totalidad, por donde la madre pasa al hijo poeta el gesto metafórico de apretar granos de trigo por recoger el sol. Lo posible por lo imposible, la imposible presencia por la total ausencia: la raíz de toda poesía.
El poema 29 comienza con la imagen de “una noche en donde / ardía / una caricia”. Esa noche abriga a su vez la imagen de “la mano”, esta vez ya determinada, de la que caen las lluvias: “lluvias / caían/ de la mano”. La lluvia que abre las preguntas cae no del cielo, sino de la mano. La que acaricia, la que escribe, la que indaga. La mano no recibe la lluvia que sucede afuera: la hace surgir en el poema. Y entonces, la mano se vuelve simbólica, en el poema 53, donde crípticamente alude al dolor de la razón herida.
En el 57 una mano es sostenida por la luz y sostiene, a su vez, el fervor “que se nos fue para siempre”. Es nuevamente la mano humana del poeta, pero también de cualquiera (señalado por el plural “nos”) que busca la lucidez ante el desánimo del espíritu.
El poema 64 muestra a la mano, figura de la parte por el todo, lo que llamaríamos sinécdoque, como imagen del yo del poeta. El poeta es su mano: aquello que escribe en él. Pero no lo es para sí mismo, sino para los otros, los que “decían / que mi mano/ propondría / el mejor espejo de mí”. Son los otros, a los que dirige su poesía, quienes ven en su mano (en su escritura) el lugar del poeta. Un lugar, por otra parte, imaginario.
Y en el 65 una mano puede desbaratar la nada, crear, dar sentido. Ahora esa mano se contrapone como otra a ambas manos del poeta: “mis manos”. Es la única vez que se nombran en plural, porque son las “se fueron tras de ella” y permanece solo la mano única de la escritura, la que “sintetizaba así”. Y “así” quiere decir, en mi lectura, el modo poético.
Y por último, el último. En el poema 94, que cierra el libro, la mano es otra vez la que acaricia. Pero ya ha recibido y provocado la lluvia de marzo, ha preguntado, ha actuado y sobre todo, ha escrito. Ahora esta “mi mano”, la del poeta, espera que se produzca el milagro de toda escritura, el milagro que se realiza en la lectura. Como la espalda amada, más hermosa con los años, como el amor de la mujer amada, el poema anuncia con la imagen su destino o su deseo de “atraves(ar) / incólume/ los tiempos”.
Graciela Cariello